Haití: el infierno de este mundo

I
En Haití todos los días de la semana parecen iguales. Este domingo abrí los ojos, y por esas raras sensaciones que nos acompañan al despertar pensé que estaba en mi Cuba. En solo cuestión de segundos planifiqué el día: leeré un rato, veré un poco de televisión, desayunaré tarde… De repente, escuché un ruido, y una tras otra volvieron las imágenes horrendas. Sigo en Haití, me dije, mis pies siguen pisando el infierno de este mundo.

Salí a la calle, y no sé si por ingenuidad, confíe en que las cosas hubiesen mejorado, desgraciadamente no fue así. Volvieron a despertar miles de personas en los parques, sin mucho que comer o beber; volvieron a bañarse en los charcos de la calle; volvieron a sufrir por sus muertos; volvieron a recorrer la ciudad buscando a sus familias; volvieron a intentar levantar los escombros para hallar a los suyos; volvieron a sentir la triste fetidez; volvieron los niños a preguntar a los padres el porqué de tanta angustia; volvieron a mirar al cielo en busca de respuestas que aún continúan sin llegar.

Cada día en Haití es un enigma. Cada imagen impacta. Hoy en esta ciudad de Puerto Príncipe hasta andar con un nasobuco es un privilegio, los que no tienen untan en sus narices pasta de dientes para no oler a muerto. Y aunque ya son menos los cadáveres en las calles, aumenta el hedor que sale de los escombros, frente a los cuales se acumulan decenas de personas cuando los equipos de rescate hacen lo inenarrable para sacar un cuerpo.

Las gasolineras se convirtieron en zonas de combate. Allí decenas de hombres se arremolinan para conseguir el combustible, imagen idéntica a la de los camiones que traen el agua y la comida.

Y es tanta la desazón de esta noble gente que hasta los periodistas reciben fuertes respuestas: No son preguntas lo que necesitamos, es ayuda. Entonces no queda otra opción que voltear la espalda y seguir recorriendo el infierno de este mundo.

II
Me asusto mucho en Haití. El más mínimo ruido me sobresalta, el más leve movimiento me parece una réplica del terremoto y puede hacerme correr. Es tanta la desazón, la tristeza y el desespero de la gente que pasa a mi lado que me resulta ya imposible ocultar las sensaciones, ahora descubiertas a flor de piel.

Uno nunca sabe qué se va a encontrar. Pero con el paso de los días hay algo que me va quedando claro: nunca acabo de ver lo peor. Hoy lo confirmé. Tuve una de esas conmociones donde se mezclan el temor y el coraje, el miedo y la impotencia; y si no fuera por la cruda realidad de las imágenes que me persiguen pensaría que vivo una película hollywoodense.

A las puertas del aeropuerto internacional Toussaint Louverture un hormiguero de hombres se amontonan con unos papeles en las manos. Del lado de acá de la cerca, blanquísimos y rubios militares norteamericanos y fuerzas de la MINUSTAH (Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití) armados de arriba a abajo parecen sugerir a los haitianos que no se acerquen. De repente, empujones, gritos…La respuesta fueron golpes, palazos, gases lacrimógenos, disparos de advertencia…

¿Qué querían los nativos que se arremolinaban en las cercas del aeropuerto? ¿Qué eran esos papeles que exhibían algunos? Solo buscaban empleo para poder comer y alimentar a sus familias: descargar la ayuda que llegaba y se acumulaba en la pista del aeropuerto parecía una muy oportuna opción de trabajo. Los papeles eran la lista de nombres para entrar.

Entonces, si los haitianos hacían gestiones para organizar la avalancha de hombres necesitados y si es una urgencia descongestionar el aeropuerto ¿por qué la violencia?

¿Será que a algunos les conviene que Haití siga siendo el infierno de este mundo? Mientras eso sucedía, dos aviones de la fuerza aérea norteamericana tocaban suelo haitiano ¿Coincidencia?

III
El infierno de este mundo está hoy en la calle Dessalines. Lo que hace siete días era el centro comercial de la capital haitiana es hoy la sede del saqueo, del sálvese quien pueda…Allí una mujer llora porque alguien le arrebató de las manos lo que había hallado en una de las tiendas destruidas.

Fue pura casualidad lo que nos llevó hasta el arrasado boulevard. Esquivando escombros, calles obstruidas, tranques del tráfico… entramos a Dessalines, donde cientos de haitianos desesperados saquean los comercios, mientras a la policía haitiana y a la MINUSTAH les resulta casi imposible mantener el orden, aún a punta de pistola. Todos corren de un lado a otro buscando qué llevarse. Lo que se oculta bajo los escombros puede ser el sustento para estos días que pintan infernales.

El hambre y la falta de dinero los empujan a arriesgar sus vidas cuando con palos, tubos y herramientas horadan las paredes resentidas por el terremoto. Parece no importarles tal peligro, quizás el llanto de sus hijos en el quimbo sea ya irresistible. Cualquier cosa puede ayudarlos a sobrevivir. Hay quien encuentra zapatos, ropas, comida, medicinas…hay también quien espera en la calle para robar lo ya robado. En algunas de las tiendas, o en sus ruinas, están apostados sus dueños, quien se acerque puede recibir un fuerte merecido. Pero los ánimos ya están caldeados, el desespero ciega y la supervivencia lleva también a matar.

Se cumplió una semana del temblor de esta tierra. Pero su gente continúa estremeciéndose.

IV
En Puerto Príncipe hecho de menos hasta mi chinchoso despertador. Esa idea me asaltó cuando lo que me despertó al amanecer de ayer fue un sismo de 6.1 en la escala de Richter. Lo confieso: todos corrimos. Los poquísimos metros que separan nuestros colchones de la puerta de salida, sitio preferido para dormir por estos días en Haití, parecieron kilómetros.


Al regreso, y luego del susto, comenzamos a bromear. Hubo quien con sigilo hizo estremecer la puerta: de nuevo salimos corriendo, de nuevo nos colmó la risa. Y mientras nosotros corríamos, en la Plaza de Marzo, Jeoncajó Magda alzaba sus manos al cielo y ponía sus rodillas en tierra. Pedir a Dios que la salvara de este nuevo temblor era lo único que le quedaba.

Así, con las manos alzadas y clamando, la encontramos horas después frente a las sábanas que conformaban el quimbo que habitaba desde la noche del martes 12. El día del terremoto había perdido a tres de sus hijos, y luego de la réplica de ayer daba gracias por continuar viva.

Lo mismo hizo la pequeña Joanny Susel, despierta desde las cuatro de la madrugada en la plaza, llena hoy de cientos de personas sin casas. Dice que sintió como todo se sacudía esta mañana y clamó entonces a Jesús. Cuenta la pequeña que desde hace días se baña en la calle y que si su mamá va a buscar comida, ella y sus hermanos la siguen por todo Puerto Príncipe.

El día del terremoto Joanny estaba en la escuela, cursaba el cuarto grado, y su mamá la fue a buscar más temprano. Salió con vida del colegio, pero sus compañeros de clases no tuvieron la misma suerte. Con una inocencia que duele, esta niña dice que su ciudad está llena de muertos. También denuncia que nadie ha venido a ayudarlos, y que hace una semana solo come arroz y espaguetis.

Pero Joanny es solo uno de los miles de niños que hoy sufren en Haití, el infierno de este mundo. Entre ellos estuve hoy, y el corazón se me estremeció cuando varios me rodearon para decir que tenían hambre. En mi bolsillo había dos caramelos, pero ellos pasaban de cinco. Esto ha sido lo más triste que hasta hoy he vivido aquí.

V
En Cuba todos quieren saber cómo estamos. Las imágenes de Haití, hoy infierno de este mundo, asustan. La escasez de agua, alimentos, higiene, electricidad, y las recurrentes y fuertes réplicas son motivo de preocupación para todo aquel que tenga del lado acá a algún familiar o amigo querido. Pero los cubanos hemos tomado medidas, tanto años de entrenamientos en las lides de socorrer, no nos toma desprevenidos. Por aquí dicen que no hay terremoto ni huracán que nos corra un metro.

Las indicaciones fueron precisas desde el inicio: ¡ningún cubano puede dormir bajo techo! Así, desde el 12 de enero han sido muchos los que han conciliado el sueño mirando las estrellas, aunque ya las cosas mejoran y parecen habitaciones confortables las casas de campañas que se levantan en cualquier espacio abierto. Esto parece un campamento de pioneros exploradores, donde hasta el más mayorcito se tira en la colchoneta y se levanta con todos los ánimos del mundo, aunque con dolor en la cintura.

¿Se bañan? pregunta mis coterráneos y a todos digo que sí. Quizás un poco de pena me haga ocultar que en ocasiones no hubo agua suficiente para realizar esos menesteres como “Dios manda”. Los primeros días fueron más difíciles, cuando en determinados lugares indicaron que el baño era un día sí y otro no. Para algunos resultó una prueba de fuego; otros, menos exigentes, lo tomaron con calma; todos entendieron que se avecinaban días difíciles y había que ahorrar hasta lo más mínimo. Hubo quien llamó a la lluvia para aplacar el calor y el polvo que entra hasta los huesos.

En la racionalización también entró el tema comida, durante el día cuando el hambre aprieta puede ser un caramelo el mejor de los manjares. Aunque nadie va a la cama, o mejor dicho al colchón, con la barriga vacía. Ser austeros en tiempo de terremoto va pareciendo una asignatura aprobada. También vuelve a ponerse a prueba la solidaridad entre nosotros. No es extraño por estos días ver a más de uno compartiendo el pan.

Pero en medio de tanta tragedia, algunas imágenes dan gracia. Como la de aquel baño de Jacmel que armado con palos y nailón resguarda de indiscreciones; la del editor del sistema informativo que enredado entre cables intenta traer la corriente y la internet; la del equipo de televisión editando bajo un árbol; la de los periodistas escribiendo con la luz de la linterna; o la del asesor de la Misión Educativa devenido un chofer de película.

Así viven los cubanos estos días en Haití. En el infierno de este mundo no todo es tan malo, ni tan difícil… solo bastan deseos de hacer y de ayudar. La vida en campaña puede ser aleccionante.

VI
Hoy no quiero hablar de terremotos, tragedias, hondos dolores e irreparables pérdidas. No quiero escribir de lo que fue y es ahora la ciudad de Puerto Príncipe o de cómo la naturaleza y el coloniaje se han ensañado con este sitio. No quiero hablar de pesares, aunque siga desandando el infierno de este mundo.

Prefiero, en cambio, detenerme en esas imágenes que ni aún los más terribles movimientos telúricos pueden borrar, en eso que distingue a la tierra narrada por Carpentier. Desde que acá puse un pie, me han llamado la atención muchas cosas, algunas nada tienen que ver con el sismo y sus destrozos.

Ahí están las mujeres con los enormes bultos en la cabeza que cargan con la mejor de las destrezas, los tap tap (taxis) repletos de personas y colores, los famosos y muy demandados paté (frituras rellenas con carne o dulce), la pintoresca artesanía colgada por doquier, la naturalidad de los cuerpos desnudos a pleno sol, los amontonados y callejeros mercados, la ferviente religiosidad…

Atraen, además, la imagen del Che en cualquier muro o pulóver, y el inmenso amor de esta tierra hacia la Revolución cubana, sus médicos y el Comandante Fidel. Definitivamente Cuba también está hoy en las calles desbastadas de Puerto Príncipe.
VII
El infierno de este mundo está llenito de militares americanos. Y si allí muchos haitianos lloran, ellos parecen sentirse a gusto entre tanta tragedia. La prepotencia es mucha, pero la ayuda sigue siendo poca. Hasta el pequeño Susú, refugiado en estos días y seguramente por mucho tiempo en la Plaza de Marzo, habla de cómo “bajan de los helicópteros en el jardín del destruido Palacio de Gobierno, hacen una fila y marchan hasta el Hospital Militar”.

A este niño de solo diez añitos parecen impresionarle sus uniformes, las armas que portan, su marcialidad… sin embargo dice en creole bien claro que no les traen comida, ni agua. La misma opinión tiene muchos por allí.

Hoy salimos a buscar historias en este triste Haití. En el camino uno de nosotros dijo: “Haría falta toparnos con algún yanqui”. A lo que alguien enseguida, y muy acertadamente, respondió: “No será muy difícil, están por todos lados”. Y así fue. Habían pasado unos segundos, cuando nos topamos, de camino a Jacmel, con soldados de la segunda división de la infantería de marina norteamericana, armados hasta los dientes y en espera, según dijeron, de un helicóptero cargado de agua y comida. Lo que nadie entiende es el porqué de tanto aparataje, si la idea es “solo ayudar”. Según el capitán Clark Carpenter vienen con armas porque necesitan defenderse. Vuelvo a preguntarme de quién.

¿De un pueblo adolorido hasta la saciedad? ¿Ese que ahora mismo los mira recorrer Puerto Príncipe en enormes caravanas, mientras las calles se atascan entre escombros, carros y hummers? ¿Ese que tiene que estar agradecido de la ayuda de 1 400 botellas de agua que tan orgulloso habló el capitán Carpenter? Hace falta mucho más y aparentar mucho menos para ayudar a Haití.